Me pareció extraño llegar a la gran ciudad
caribeña y escuchar el canto de los gallos. Quizás de alguna casa con patio de
tierra. Recuerdo que sonreíste y me contaste aquella vez que siendo niño
caminaste kilómetros con un gallo de regalo a unos parientes. Y el gallo te acompañó
sin molestarte, pero no cantó en tus brazos. ¿Percibiría su destino final? Y yo
recordé el gallinero que teníamos y la anécdota aquella de mis hermanos mayores
que escondidos y asombrados esperaron pacientemente ver el nacimiento de los
huevos en las gallinas mientras el gallo las custodiaba, sombrío. Al fin, arrebolados
narraron su descubrimiento ante la risa de padres y tíos.
Esta mañana, después de mucho tiempo, me despertó
el canto de los gallos. Uno a uno elevaban su tono y uno a uno recibían el
mensaje del otro. Sinfonía de un blanco tiempo, canción de lejanía, sumergida.
Una y otra vez me llena de murmullos, de risas, de manos en la caricia de mi
madre, de asombro de la vida.
Ahora
esos cantos ya no existen, están prohibidos en la ciudad donde vivimos, ya no
hay gallineros en el fondo de las casas, ni huevos frescos, ni pollitos piando.
El progreso arrasó los cantos de mi infancia.
Y
esta mañana, en esta otra orilla del mar, en una isla del Caribe, en una ciudad
distinta de la mía en donde vive nuestra hija, sus cantos me han despertado.
Abro mis párpados a la música y se me vuela el alma. Tenue instante, mis labios
esbozan una sonrisa.
Con el canto de los gallos
recupero mi infancia y vos, seguramente, la tuya. La mía con aroma a naranjas, con
juegos en las veredas, al atardecer, bajo la mirada sonriente de los padres y
el silbato intenso del largo tren de carga.
Las
manos de mi siempre niña en las mías, cálida caricia, como antes las de mi
madre, tibias.
De "Cosa de mujeres".2014